El nuevo.
Érase cierta vez, cuando, en la librería que yo trabajaba, llegó un compañero nuevo. Lo noté desde el primer momento que atravesó la puerta del local. Fue un flechazo. Me enamoré instantaneamente.
Se trataba de Fabián, un morochito divino, alto y algo desgarbado, que venía a dejar su CV para trabajar en el puesto de la fotocopiadora. Caminaba a pasos agigantados, pero, para mí, era a cámara lenta.
Se arrimó a Claudia, la cajera, a preguntarle a quién debía dejarle su hoja de vida. Le explicó que tenía que dejarla en el mail que se encontraba en el mismo papel de la entrada. Agradeció la cortesía.
Como estaba por retirarse, me arrimé con mucha carpa a ver qué onda. A escuchar qué se decían. También, para saber qué quería. Tenía un vozarrón tremendo. Me estremeció las profundidades de mi cola.
Antes de marcharse, nos agradeció la hospitalidad y nos saludó... bah... también me di por aludida. Nuestras miradas, por primera vez, se entrelazaron mágicamente. Otro flechazo más. Ya lo sentí adentro.
Varios días más tarde, supe de nuevo de él. Verlo entrar fue un baldazo, pero... de los hermosos. No podía creerlo. Estaba impecable, como una moneda nueva. Brillaba. Qué hombre más guapo, por favor.
Tratamos de insertarlo en el grupo, entre todas. Sobre todo, las chichis y yo, que estábamos como locas. Igual, tampoco éramos tantos. Éramos aproximadamente unas ocho personas. La librería era grande.
Las semanas transcurrían, y me lo iba metiendo más en el bolsillo (en el bolsillo trasero, claro). Mis tácticas eran muy eficaces, pero siempre enfocado en, al menos, ser amigos. Lo veía tan hétero, tan machote.
Mis Jeans ajustados eran la estrategia más efectivo. El ponerme delante suyo quebrando la cadera, para que crea que tengo más culo. Era todo una ilusión, obvio. Pero, a veces, mordía el anzuelo.
Recuerdo que, una vuelta, una de las primeras veces que le tuve que enseñar a usar la máquina, me puse delante suyo. Le indiqué todo lo que debía hacer, con mis pantalones super ajustados frente a sus ojos. Fabi estaba solo a unos "metritos" de mí, muy a penas, y, de todos modos, percibía su mirada posada sobre mis cachas. Es más, me ponía de forma tal que, con el rabillo de mi ojo, pudiera confirmar que esto hacía. Y así era. Ladeaba un poco la cabeza para poder tener una mejor perspectiva. Una más clara, por lo menos.
Desde que viví esto, tuve la ilusión de que algo podría darse. Aunque sea en el terreno de lo sexual. No me importaba nada más. El único inconveniente, era su edad. Era menor que yo y eso, me la re bajaba. Eran, solamente, cinco años, pero... a esa altura... se sentía muchísimo. Yo, ya tenía mis 28 y, él, era un pendejo pajero de unos 23.
Es que andaba re pajín con todas (incluyéndome). No es que ese fuera un problema, pero... no sé, me gustaba el pendejo. Me parecía hermoso, juguetón, atrevido, interesante, entre otras cosas. Tenía que parar ese sentimiento.
Es que, de cara, no parecía ni a palos un pendejo. Si lo mirabas creías que era de treinta. Fija. Ojo, no estaba baqueteado, estaba hermoso. Pero, además, era un terrible virgo, pito duro y hasta me daba la impresión de que había debutado hace nada por lo alzado que andaba.
De las miradas, pasó a las nalgadas. De las nalgadas, siguió con los comentarios doble sentido. De esas palabras, derivaba a algo más fuerte. Casi siempre. Palo tras palo. Yo, feliz, pero era un chamuyero bárbaro con todas.
Cierta vez me dijo que "si fuera mujer, ya me hubiera roto el culo a vergazos". Me quedaba tipo "WTF, pendejo? Me podés romper igual, eh?" Jajajajajaja sí, algo así le contestaba. "Sabías que, siendo hombre, también tengo ano, no? Se puede romper también. Excusas ponés".
Para esta altura del partido, nadie sabía qué era verdad o mentira. Cuál era un palo, cuál joda. Nuestros compañeros, mareadísimos, porque... claro, todas le habían rebotado, menos su servidor. Nunca reniego comida.
Una tarde, que no había clientes en su sector, se acercó a mí, y se quedó colgado. Cuando se fue la señora que estaba atendiendo, le pregunto "qué le pasaba?", su respuesta fue desconcertante: "¿Te pusiste una tanga?" Mi cara fue de no saber dónde meterme, de no esperarme que alguien se diera cuenta, pero era bastante alevoso, estaba demasiado ajustado el pantalón y la chomba muy arriba.
Por dentro fue un "ya fue", me acerqué, bajé el jean y le mostré que no, que no era una tanga. Era un hilo dental. No solo le pelé la tirita, también se lo susurré al oído. Pegadísimos. A tal punto, que casi me caigo encima suyo y, en lugar de agarrarme bien, me sujetó de las nalgas el atrevido.
En ese instante, le di sopapos en las manos para que me largue (siempre en joda, sonriéndole, por supuesto). Habían risitas cómplices de por medio. Ahora sí, el amiguito, le pegaba en la pera.
El muy pendejo no paraba de acosarme, ni en el laburo, ni por Whatsapp. Era un acoso que yo disfrutaba, claramente. No era del malo. Estábamos histeriqueándonos... bah... yo le calentaba la pava.
Temí que me dejara de dar bola debido a esto. Sabía que debía hacer algo para activar y que siga enchufado a mí. Que no me quiera largar tan pronto sin probar de esta carne peligrosa ¡Je, je, je!
Se me ocurrieron varias maldades. Una, fue cuando se nos acabaron los lápices y tuve que ir a buscar al "sótano" (debo aclarar que no es uno como tal, es un cuartito en sí). Para llegar, debía pasar por su sector, que se encontraba al lado. Me vio, me saludó todo divino. Todo normal.
Me bajé el pantalón rapidamente, me agaché tanto que, si extendía las manos, podía tocar la punta de mis pies y le exhibí toda mi tanguita roja. Mi favorita. Tuvo un panorama total de lo que era yo.
Al notar que no me quitaba los ojos de encima y que, encima, tenía la mandíbula por el piso, le digo putamente: "qué mirás, gil? Nunca viste una cola?" Volví en sí, solo para samarrearse la nutria mientras se mordía.
De un trote, en dos segundos, se puso justo detrás mío para arrimarme el cabezón en la zanja. Estaba hecho un perro en celo que quería copular. La leche le ahogó el cerebro parece, no podía entrar en razón de que, aún, estábamos en el laburo. Con gente.
No podía decirle nada, sin que la llevara al doble sentido. Que tenía que llevar las cosas, que llevate esta. Que tenía que reponer la mercadería, que te la repongo yo. Que eran lápices, que "lápiz-japonés". Etcétera.
Me ayudó a cargar las cajas, solo porque tenía el pito parado. Se la tapaba como podía. Pero no lo subestimes, ni le sientas lástima, porque, ni bien podía, me intentaba colar alguno. Alto guanaco.
En fin, lo tuve así por un par de mesesitos, hasta que decidimos dar un paso. El mismo sucedió en la habitación anteriormente nombrada, una noche antes de cerrar.
Todos nos esperaban afuera, pero... nosotros, nos dedicamos a jugar un ratito. A tocarnos, como si no hubiera nadie más en el planeta. Tanto así fue que, cuando corrimos a nuestra piecita del amor y le bajé los pantalones para quedar frente a frente con su amiguito, le babeaba como loquito.
Chorreaba su juguito de manera escandalosa, y es que... sí, nos manoseamos mal mientras teníamos la ropa puesta. Yo, le besaba el cuello y le manoteaba el ganso totalmente. De arriba a abajo. Lo pajeaba mal. Fabi, me separaba los cachetes para dejarme abierto el orto. A veces, la pasaba en medio. No tenía mucha habilidad. Se notaba que no lo hizo en muchas oportunidades, pero el hecho de estar en esa situación, solo eso me ponía a mil.
Retornando donde nos habíamos quedado, al caer la bragueta, dio paso a un pedazo enorme, delgado, con forma de honguito, sin venas a la vista, con unos huevos bien gordos. Claro está, no perdí mi tiempo.
En seguida jugué con su glande entre mis labios. Le daba besitos. Le sonreía, le hacía miraditas como contándole lo bien que la estaba pasando. Creo que no hacía falta, eso se notaba a leguas.
Me alejé unos centímetros de ella, solo para saborear cada gotita que le hice salir con las primeras lamidas. Lo gocé a pleno. Eran una ricura. Las paseé de lado a lado. Fue orgásmico totalmente.
Volví a su glande, pero, esta vez, para atragantarme con ella. Me dirigió por el camino que marca su poronga, con su mano apoyada en mi nuca, para llegar hasta sus huevos. Sentirlos con el filón de mis labios.
Estuve así, un rato largo (o, por lo menos para mí, lo era). El tiempo transcurría rapidamente y, por ello, debía dar todo de mí para que quiera probarme una vez más. Traté de no pensar en esa presión. Mente en blanco.
Un pájaro carpintero parecía picoteando esa rama de carne que sobresalía demasiado. Me daba duro y parejo, porque, cuando dejaba de hacerlo yo, me cogía oralmente él. Bien salvajemente me lo hacía.
Me ayudaba con la mano, para que pueda pajearlo más. Para acrecentar a más no poder todas sus sensaciones. Pienso que lo logré, pues... jadeaba mal. Estaba totalmente sacado. Excitadísimo.
Otra vez me alejé de su pito. Ahora, porque la mezcla de baba y leche, era extrema. Un mar bañó mi boca, a tal punto que, cuando la abrí, me regó la pera. Otra gran parte de todo eso, se desplomó en el piso.
Le comí las bolas. Me masajeaba la cara con ellas. Las mamé, las estiré. Me atraganté. Estaba feliz allí. No quería salir nunca más. Pero, claro, había algo más que mi felicidad: la suya. Hacerlo acabar.
Regresé a la cima (mi parte preferida), a cabecearle el pupo. Solo que, lo que se vendría, era su agüita bendita. Me advirtió que se aproximaba el regalito que tanto anhelaba. Que abriera un poquito.
Con toda cautela, para que no se escapase ninguna gota rebelde, se hizo la paja sobre mi lengua. Cada hijito crudo lo apuntó directo hacia mí. En todo mi interior. No desperdició absolutamente nada.
Lo miro con cara de puta mientras vacía su tanque. Eso le genera leche extra para derramar sobre mí. Así fue. No paraba más.
Nos limpiamos completamente (incluyendo su verga), para eliminar todo rastro del delito que acabamos de cometer. No quedaban más pruebas. Ahora, podíamos salir a hacer de cuenta que no había pasado absolutamente nada.

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