El repartidor que me re-parte al medio.

Una noche, que estaba sacando a mi perro, me cruzo con un repartidor. Llevaba unas pizzas a mi vecina que vivía justo a la vuelta de mi casa. Nuestras miradas se cruzaron. Una sonrisa se dibujó en su rostro que luego me contagió. Un "hola" fue susurrado por sus labios (saludo que fue correspondido por mí). Nos seguimos con la vista unos metros hasta perderme en la esquina y que mi vecina salió a recibir su comida. Se subió a su moto, pasó por al lado mío y desapareció entre la oscuridad de la calle, en mi horizonte.

 A los pocos días, pasó algo muy similar, solo que, esta vez, en vez de solo saludarme, me preguntó la hora, luego, mi nombre, y así, hasta tener una conversación más larga. Tanto fue así, que llegamos a tenernos confianza. Por cierto, el suyo era Luis.

 Una noche, que tuve un antojo de comer pizza, llamé a su trabajo. Sin saber que era allí donde él laburaba. Ni me imaginaba a quién estaría por encontrarme. Estaba re zaparrastrosa, sí, pero muy cómoda con mi remera larga hasta la cola y mi tanga roja debajo. Busqué la plata, la llave y me preparé. Al sonar el timbre, bajé, salí del ascensor, me aseguré de cerrarlo bien y me arrimé a abrir la puerta muy emocionada.

 En el apuro por el hambre, abrí la puerta sin notar que, del otro lado, se encontraba este hombrecito (que de hombrecito no tenía nada). Lo primero que le vi, era la nuca, porque vigilaba su moto. Al oírme, se dio vuelta, puso una mueca de sorpresa y me escaneó de arriba a abajo.

 Yo, al ser la primera vez que lo vi con luz, descubrí al morochito hermoso que me esperaba cruzar, de tez morena, alto, con su campera de boca y una gorrita turrezca con varias batallas peleadas.

 - "Tomá, acá tenés la grande que pediste. Está caliente", fue lo primero que dijo.

 - "¡Qué rico, se me hace agua la boca!", le retruqué.

 - "Y a mí, el chori. Agarramela, dale." Decía mientras se reía con una carcajada de pajero.

 La agarré, le pagué, le di propina, le pedí que sostenga la puerta, me volteé, me subí la remerita y le exhibí la tanguita roja que me había puesto solo para recibirlo.

 La sorpresa que se llevó, lo hizo soltar la puerta para agarrarse la cabeza. No se esperaba poder verme de tal forma. Ya, de por sí, tenerme semi desnudo en esa noche fresca, fue demasiado. No pudo aguantarlo.

 Le tiré un beso mientras me acercaba al botón que llamaba el elevador. Seguía del otro lado del vidrio, asomado esperando algún gesto obsceno para resguardar en su degenerada mente. Eso hice. Antes de subirme, luego de abrir sus puertas, una vez más le mostré todo lo que tenía antes de alejarme completamente de allí. Me agaché para exhibir absolutamente todo lo que poseo. Solo para él.

 De su parte, se veía a un tipo mordiéndose los labios, tocándose el bulto, acomodándoselo para poder subirse a la moto y partir. Los besos iban y venían. Los míos debían ir a dar en su cremallera loca.

 A los días, paso por el susodicho negocio para verlo, y ahí estaba... entrando para hablar con su jefe, al toque salió y me vio en la vereda de en frente parado como un boludo. Esperándolo un rato. Me pregunta si quería acompañarlo a hacer una entrega, que era cerquita de mi casa, en la misma cuadra. Que podría alcanzarme. Acepté, por su pollo. Me subo a su moto (adelante).

 El maravilloso viaje habrá durado dos minutos. Ciertamente estábamos a unas 5, 6 cuadras aprox. Pero, al menos, tuve una morcilla en medio de la cola por un minúsculo momento.

 Me dejó en la puerta, me bajé, le agradecí, encaré directo hacia el umbral y, mientras giraba las llaves, otra vez me bajé los pantalones para mostrarle la tanga que tenía. En esta oportunidad, era un hilo dental blanco que dejaba muy poco a la imaginación. Claro, ya tenía planeado hacer esto, por eso mismo estuve preparado para pelar todo mi ser ante sus ojos locos.

 Ahora sí, no pude escapar de sus malévolas garras que se adueñó de mi cuerpo, desde mis piernas, para arrastrarme hacia el lado más salvaje. De pronto, a este manoseo intenso, se sumó un invitado inesperado: un chori que se iba ensanchando a medida que se rozaba con mi cola. Estaban claras sus intenciones. Las mías. Nos dejamos llevar.

 El señorito ni siquiera podía esperar a entrar al edificio que ya me quería entrar a mí. No lo culpo, ardíamos completamente. Mi cola tenía fiebre. Necesitaba que le entierren algún termómetro que mida mi temperatura. No aguantaba más, la quería ya.

 Como el rayo más veloz que se haya visto jamás, quedó con los pantalones hasta las patas. Solo restaban sus bóxers. Con ellos tardó más, pues... amaba el roce de piel a piel que se sentía. No te voy a mentir, querido lector, amo esa sensación también. Es riquísima. Pero quería pija.

 De dos empujones, con una sola mano, se deslizó la ropa interior hasta las patas también, dejando su chorizo gordo de 21 centímetros, expuestos... para darle de comer a mi cola. Se la agarra, la sacude para activar todavía más la sangre, le pega a mis nalgas, a mi zanja y arremete con toda hasta el fondo (o eso intenta).

 El muy depravado me empieza a coger ahí, en la entrada de mi casa, donde cualquier vecino o cualquier persona que pase, nos vea envainándole el sable bien duro. Por lo menos tuvo la gentileza de que fuera de noche, pero no existía oscuridad que nos proteja. El foco que ilumina el ingreso, nos mandaba al frente sin compasión, por lo que debíamos apresurarnos para sacarnos las ganas.

 Contra la pared, nuestros cuerpos se encontraron. Nos unimos por su pija y mi hoyo ansioso de ser penetrado por ese HOMBRE. 

 Para nuestra suerte, nadie venía. Las calles que antes eran intransitables, de repente, se volvieron un desierto de asfalto y alquitrán. Era perfecto para desenvolver nuestra lujuria sin desenfreno, aunque rogábamos que se acabe pronto. Pero no por disgusto, sino, porque no deseábamos vernos envueltos en una situación embarazosa, en tener que buscar pretextos para que no crean lo evidente. Lo que ya comprobaron.

 Su verga entraba y salía de mis cavidades, en un goce maravilloso que me llevaba al paraíso con cada chotazo. Me tenía agarrado de la cintura, para, no solo sostenerme, sino que, además, darme unos buenos cachetazos en la cola. 

 No podía tener esa cosa venosa entre las patas, era la octava maravilla que, cuando se paraba, se convertía en una anaconda gigantesca. A pesar de eso, no era grotesca. Era re comible. Te pedía sus buenos sentones. Y eso estaba ocurriendo, no podía creérmelo.

 Intentaba meterme entera la boa constrictora que le colgaba, pero yo no le dejaba. Mejor dicho, no podía. Me hacía doler con cada clavada que me daba. Ustedes dirán: "pero, Gabi, ya tuviste adentro una de 22 cms, ¿qué te hacés el delicado, hoyo pequeño? ¡CARADURA!" Y sí, tienen razón, pero no la tenía tan ancha ese morochazo. En cambio este, tenía una botella de Coca de dos litros y cuarto.

 En fin, a pesar de los lagrimones que me sacó tamaña cosa, continué dejándome enterrar la bataraza sin quejarme. Eso lo sorprendió mucho, ya que no muchos putitos, ni muchas putas (como dijo Lucho) soportaron semejante trozo. Lo puedo llegar a entender, no es muy soportable, pero le puse toda la onda al asunto. 

 Cada vez que paraba y me la dejaba adentro, era para recitarle un rosario de puteadas que lo ponían como loco. Tenerla adentro me ponía creativo. Al toque, arrancaba para darme más duro contra el muro. Bien ferozmente, que sus huevos rebotaron contra el cutis de mi colita penetrada. 

 Desde cierta perspectiva, se podría ver cómo mis gigantes cachetes rodeaban su pedazo. Lo atrapaban para hacerlo estimular. Parecía que se la estaban engullendo de a poquito.

 Y así, hasta el final, cuando su miembro empezó a escupir de la miel blanca que tanto atesoraba entre sus testículos cremosos. Disparó un par de tiros calientes que fueron a dar en lo más profundo de mi cavidad hirviente. 

 Me sentía espectacular. Se sentía espléndido. Nos sentíamos fenomenal luego de un lechazo terrible bien adentro de mi cola. El placer cesaba lentamente de nuestro ser. 

 De mi culito se desprendía una enorme catarata de agua lechosa. Parecía que me lloraba el ojito. Pero no era así, solo era la mema de ese enorme biberón que se destapó para derramarse sobre mí.

 Cuando terminó, no paró de frotar su verga en mi piel delicada y tersa. Siguió para limpiársela contra mí. Es que soy su puta, nada más.

 La rápida, pero mortífera descarga, nos debilitó. Sus patitas eran gelatina que no podían sostener el resto del cuerpo. Nos temblaban, a pesar de haber sido solo un polvazo. Imaginate si hubieran sido dos.

 Rapidamente, nos subimos la ropa íntima y los pantalones. Mientras hacía esto, me di vuelta, quedando cara a cara con él. Se lo veía hermoso en el post- polvo. Tanto así, que lo agarré por las mejillas y le chanté un beso en la boca.

 Quedó pasmado, no se lo esperaba. A lo que, su reacción, fue chorearme más ni bien terminamos. Fue algo muy romántico.

 Luego de eso, me rodeó con sus brazos apoyados en la pared, para no permitirme escapar y quedarse un rato más conmigo. Pero no podíamos, no debíamos. Yo debía ir a mi casa. Él a su laburo. Ambos debíamos escapar de la escena del crimen, del lugar donde dejamos las evidencias del delito. Ni daba limpiar ese charco de semen que se desprendió de mi hoyito.

 Charlamos algo más y nos pasamos nuestros números. No quería pedírselo, porque no quería que me viera como alzada, pero no me pude aguantar más. Debía tener su contacto más cerca.

 Y así nos despedimos, la puerta de entrada y el ascensor, nos separaron aún más. Dejando acrecentar esta añoranza por volvernos a ver en un futuro... no muy lejano (espero).



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