La parada II.
Capital Federal. Dos jóvenes en una madrugada de domingo. Esos muchachos, obviamente, éramos Brian y yo.
Aún la oscuridad azotaba a la ciudad. Las calles que nos rodeaban, estaban totalmente desoladas. Sin un alma que se vea en las cercanías.
La salida con él, estuvo espectacular. Primero al cine, luego a cenar, y terminamos en un bar que se hacía boliche. Uno que pasaba bastante cumbia.
Yo me encontraba relativamente cerca de casa. Él no. Debía tomarse un colectivo que venía cada muerte de Obispo, pero no le quedaba otra.
En la parada, a pesar de no haber nadie allí esperando, se notaba que los bondis no pasaban hace rato. Claro, después de las doce, lo hacen cuando quieren. No les importa nada.
Por suerte, la misma parada, constaba de un techo y un banco. Esas modernas que hicieron. Nos pudimos sentar allí para conversar un poco.
Lo loco fue que nos portamos bien toda la velada. Ninguno se puso mimoso. Eso era algo rarísimo.
Todo daba a entender que, aquella cita romántica, culminaría sin ninguna travesura por parte de ambos. Pero no, nunca esperen eso de mí.
El hecho de estar tan expuestos a ojos intrusos, en un lugar tan público, la adrenalina que emergió de mí, me inquietó. Me dieron ganitas.
Lo primero que hice, sin que me note mi Brai, fue bajarme los lienzos, quedar en tanga y acercarme a la calle a ver si viene el dignísimo coche.
Al ver esto, a mi chico también le apeteció, no lo quiso admitir. Pésimo de su parte. Muy hipócrita. Solo demostró haberse espantado. Cualquiera.
Hacía varios días que no me daba masa, por lo que teníamos que hacerlo, sí o sí. No se iba a ir sin pegarme una buena garchada.
Me quedo agachadito, un largo ratito, con la mano sobre las cejas para mejorar mi visión. Con mis nalgas apuntándole, como provocándolo. Abriéndole el apetito.
A pesar de no reconocerlo, él quería. Yo quería. Todos queríamos. Me pedía que me tape, pero en su cara se dibujaba la lujuria. Lo sé.
Estaba fresca esa madrugada. Me había puesto una campera. Pero, esas prendas, no están hechas para quien deba taparse el orto. No. Yo la quería exhibir y nada me lo iba a impedir.
La carita de mi chongo varió, de una persona normal a un pervertido. Se había transformado por completo. Ya no era ese apacible hombre. Ahora era un pajero. Un lobo feroz.
Cuando me di vuelta y me volví hacia donde él estaba, noté que tenía las manitos tapándole sus partes pudendas. Me llamó poderosísimamente la atención.
Le tironeé del brazo hasta poder ver que, lo que se estaba cubriendo, era la terrible erección que le había generado mi culito al aire.
Me puse de rodillas ante él, como rogándole, como pidiéndole por favor que me abra el culito con esa pija hermosa.
Se la agarré (con pantalón y todo), me la puse en la boca, le pasé la lengua por doquier. Le clavé los colmillos.
Cedió mientras decía "bueno, pero que sea rapidito, sí?" Se corrió la ropita para dejar la poronga al aire. Rapidito te voy a hacer acabar con mis labios de petera, bebé, pensé.
Ya estaba humedeciendo su chori. Lloraba. Lo podía sentir vivazmente. Me calentaba muchísimo este guacho.
La poronga le palpitaba, lo podía sentir en mis manos. Estaba deseosa de amor. Mucho amor. Se moría por derramarme su jugo en donde sea. Eso no importaba. Lo importante, era desahogarse. Ya habíamos pasado el suficiente tiempo sin coger.
Ahora, teniendo la boca abierta, se me habían humectado en su totalidad mis labios. Será mi cerebro el que lo hizo por la ansiedad de que, FINALMENTE, voy a darle amor a su miembro. Lo entiendo.
Cuando mis labios se clavaron en el sabroso cutis de su cabezón, una cascada de saliva se lo bañó. Le cayó de lleno como un baldazo de agua fría. Recuerdo que gimió.
Fui descendiendo. De a poco. Milímetro a milímetro disfrutando cada parte que recorro con la lengua. Es un verdadero manjar. Me recuerda mucho a lamer un helado. Pero, en vez de evitar que se chorree, debo generar eso.
Llego hasta la base del pene. No me da tantas arcadas. Solo lo suficiente como para hacerme para atrás. Nada me detendrá, de todos modos, pensé. La careteé yendo de atrás para adelante. Masturbarlo con la garganta.
Aproveché la cercanía para estirar la lengua lo más que podía. Alcanzaba a sus huevos con la punta. El saborcito que emanaban me deleitaba mal.
Me la saqué de adentro para respirar un poco, me estaba ahogando, y, ¡AY, qué rico es complacerme, bebé! Los dos ganamos. Aquello se convirtió en mi banquete favorito.
Volví a sumergirme hasta el fondo en ese océano lascivo, inundado de leche, hormonas, palabras de amor y pasión.
No paraba de chocar mi pera contra sus huevos. A su vez, degustaba esa banana larga de carne. ¿Estaba acaso en una verdulería? ¡Ja, ja, ja, ja! Las pelotudeces que me hacía imaginar este flaco.
Para estas alturas, mi chico parecía un drogado. Tenía los ojos en blanco de tanto mirar la nada misma. Qué sé yo, quizás, estaba en Putón, digo... Plutón.
Mueve la mano. Creí que me haría mimos al costado de mi cabeza. Pero no, era para colocarla detrás mío (en mi nuca, más precisamente), para guiarme al final del camino de "Pitonia".
Cuando no me llevaba con sus manos, me cogía el orificio oral. Lo hacía con una furia inusitada, como también al darme chirlos en los cachetes para que me la coma entera, sin desperdiciar ni una migaja.
A penas podía pronunciar palabras. Tener la boca llena complicaba mi habla. Tampoco es que quisiera dialogar demasiado, eh? Tan solo quería saber cómo andaba todo por allá. Guiño, guiño.
Brai, a pesar de no tener nada allí, tampoco podía mucho. Solo bufaba, gemía, o pronunciaba alguna vocal como "¡ah!" Volvió a la primaria en ese instante.
De tanto cabecear, mi cavidad bucal ya no salía seca (como podrías figurarte). Era una apetitosa mezcla de semen con mi saliva. Obvio. Un caldito que calentaría cualquier invierno.
En un momento, mientras le hacía una rica paja mojada, lo miraba a los ojos sonriéndole. Picaronamente. Con gestos sensuales mediante.
Como paré de hacerle la felación magistral en la que estaba, volvió en sí, repentinamente. Pero sin dejar de disfrutar, haciendo "sssss". Inhalando aire por la boca. No sé si me hice entender.
El muchacho me hizo notar que, de mi mentón, pendía un hilo de baba blancuzco. También de otro que colgaba de la parte inferior de mi labio de abajo. Yo ya estaba consciente de ello. Le agradecí igual.
Le soplé la vela por doquier: de arriba, abajo, los costados, etc. No dejé ni un rinconcito de su chota sin darle amor. Era mi deber darle todo de mí.
El sonido que emitía cada vez que le tiraba el cuerito para atrás, fueron la advertencia de lo que se aproximaba. Algo me dijo que me preparara.
Por fin llegó el momento decisivo, ya era hora. Estaba ansioso de hacerlo culminar. Era de tiro largo el muchacho y eso que hacía una banda no lo hacíamos.
Se pone de pie como advirtiéndome. Se quiere acomodar. Lo masturbo con su chota apoyada en la parte trasera de mi lengua, mientras, con esta misma, lamo su delicado frenillo. Cada tanto, trago saliva acompañado de un saborcito más.
Recuerdo que, la primer gotita, salió disparada desde su uretra como un proyectil, para dar a mi lengua. Seguido de él, varios más se atrevieron a agolparse violentamente contra mi garganta. Salpicaban lo que se les atravesara (eso incluía mi comisura y pera).
La cosa concluyó, pero no fue una excusa para mí. Quería continuar. Me gustaba demasiado chupar esa pija. Me estaba asfixiando en esperma, pero no podía detenerme. Era mi vicio. Debía limpiársela. Dejársela impecable. Brillante. Como nueva.
Me quité cada pibe crudo que mi nene depositó en mi cara. Antes que venga el bondi y nos encuentren así. Qué excitante, espero ningún hombre me haya visto chupando verga como una loca. Crucé los dedos.
El colectivo llegó y se llevó a ese hombre, dejándome en una solitaria calle. Mucho me faltaba por patear, pero no estaba solo, no. Estaba acompañado de ese frío que me golpeaba el rostro.

Comentarios
Publicar un comentario