Historias navideñaxxx (tercera parte): una noche BUENA.
Érase una madrugada de Navidad, en la que me encontraba brindando con mi madre (todavía vivía con ella). Ya estaba casi listo para partir. Solo me faltaba ese choque de copas y ya está. Lo hice. Ahora sí, era libre de salir a festejar con quienes eran mis amigos por aquel entonces. Era el mejor momento. La noche estaba en pañales. Era toda mía. Solo debía comprar escabio e ir a lo de mi amiga, donde habíamos acordado, para terminar en la Arenales, la mítica placita de Devoto.
Luego de comprar el alcohol (un par de birras y un fernet), me fui a lo de la muchacha. Estaba chocho, ya que, en las calles, se percibía la alegría en el aire, el espíritu navideño. Una vez allá, los chicos me reciben con besos, abrazos, música y alcohol. El mejor de las bienvenidas, se podría decir, por el simple hecho de que el ambiente festivo estaba a la orden del día. No me podía quejar para nada. Me hago con un grupito de amigos para cagarme de risa lo más bien. Entrar al tono con los demás. Estar en la misma sintonía.
Entre copete y copete, me proponen disfrazarme de mujer. Ponerme pollerita, medias negras de red, peluquita, faldita, remerita y maquillaje. Todo un drag de ley. Yo, obvio que acepté, porque, entre el pedo que tenía y que ya me gustaba hacerlo, no me pude resistir a tamaña proposición. A lo único que me opuse, fue al calzado. No quería romperme alguno de los tobillos o rasparme por ahí en alguna caída dolorosa. Había que evitar al máximo los momentos de mierda. Aunque estuviera jodido eso.
Yo, en un comienzo, pensé que era un shorcito el que me iban a poner, pero no. En la cama del cuarto donde me permitieron cambiarme con total privacidad, yacía una pollerita negra que ¡juraría!, era una vincha. Al no ver que no había nada que me pudiese tapar esas partes, deduje que eso tenía que ponerme. Es que era demasiado corta, me iba a exhibir totalmente las nalgas. Alta prostituta iba a parecer. Ya me estaba imaginando en una comisaría por prostituirme. El alcohol me terminó ganando. Me lo puse. Cuando entré a aquel cuarto, era un hombre. Ni bien salí, era una prostituta.
Hora del maquillaje. Sombras en los ojos, pestañitas, rubor en los cachetes, uñas del mismo color que la ropita, peluca bien azabache y unos labios rojos como el fuego. Estaba re divina. Lista para conquistar las calles. El tema es que, el chiste, finalizaba tras la puerta principal. Pero yo redoblé la apuesta y salí así. Tampoco sabían que a mí me gustaba hacer eso. Que no era algo que me estresara o me desagradara. Al contrario. Tanto así, que nunca supieron que tenía mi propia tanga negra puesta (por suerte de ese color, para que combine algo).
En el trayecto a nuestro destino, recibí un par de chiflidos, bocinazos, puteadas, besos lejanos, agarradas de ganso a lo lejos también y un manotazo en el cachete izquierdo. Disfruté de todo lo lindo, devolví todo lo malo. Por ejemplo, al que me chifló, le tiré unos besitos. Al que se tocó ahí, me subí la pollera, quedando en tanguita. Me incliné para poner más en evidencia a "Quico". Quedó boquiabierta el guachín. No la esperaba, como era lógico. Finalmente, al del hermoso cachetazo, me calentó mal. Quedé helada. Cuando me di vuelta, estaba a varios metros de mí, mordiéndose el labio con cara de degenerado. Me sonrojé.
En un intento por quererme olvidar de ese chongazo, me concentré en que lleguemos a la plaza. Andábamos cerquita, a dos cuadras aproximadamente. Es que, sí, no faltaba nada, pero... tontamente, uno de los pibes, se acuerda que quiere comprarse puchos. No quería que le regalen uno del grupo. Quería los suyos. Así que... damos la vuelta y volvemos ya que, unos pasos atrás, habíamos pasado por un kiosco abierto. No nos quedó otra. No me quejé, por mi cabeza rondaba la idea de volverme a cruzar con ese negro hermoso. Era un morochazo largo con una sonrisa y una mirada que enamoran. No me lo debía perder.
Cuando llegamos al negocio, mi sorpresa fue enorme. No solo porque, efectivamente, nos lo cruzamos, sino, además, porque estaba comprando ahí mismo, con sus cuatro amigos. Ahora sí lo vi bien, la luz del negocio me permitió observarlo en su plenitud. Con su ropa de rapero que, hasta la musculosa le quedaba grande, lucía una belleza única. No muchas veces me gustaron raperos. Bastante limitada la cantidad. En fin, él podía darse ese lujo tranquilamente.
Se me acercó portando una sonrisa picarona, mientras sus amigos compraban la bebida. A mí me pareció que era en cámara lenta, debido a los detalles que pude observar en ese ínterin. Fui cautelosa. Me saluda. Se presenta. Se llamaba Lisandro. Era a penas dos años más grande que yo. Trabajaba en un local, no recuerdo en cuál rubro en este momento. En fin, me quedé compenetrado en su carita divina. Estaba embelesado.
Me pidió disculpas por el terrible cachetazo. Es que me vio venir, de frente, desde la vereda de en frente y se tentó a hacerlo. Fue más fuerte que él. No se pudo aguantar. Lo perdoné, hasta le sugerí que me había encantado. Sí, no me quedé atrás. La charla se volvió muy a mena a la vez que nuestra gente compraba las cosas. En cierto momento, me giré para pedirle un favor a uno de mis amigos, y sentí su mirada en mi culo. Lo confirmé con el rabillo del ojo. Estaba curioseando de una forma muy lasciva. Sin control.
Allí me entero que todos nos dirigíamos al mismo sitio. Dejamos que todos avancen, quedándonos bien detrás. Solitos. Charlando. Licha no paraba de tirarme indirectas, de jugar con el doble sentido en cada ocasión que podía, de hacerme saber lo encantado que estaría en tenerme en cuatro patas para penetrarme el culo. No lo ocultaba para nada. Eso me volaba la cabeza el doble.
Mi truco era adelantarme un par de pasitos, con la trucha intención de hacer una preguntita a los de adelante, y así, levantar un poquito la faldita ante su degenerada cara. Lo enamoró mi tanguita negra, le dieron más ganas de jugar con mis mofletes. Al volver a su lado, su gigantesca mano, como si se tratara de las garras de un cóndor, se posó sobre uno de mis posaderas hasta llegar a nuestro destino.
Tras tanto franelearme, logró ponerme al palo mal. Mis hormonas estaban inquietas, pero en mi cabeza pululaba la razonable idea de que lo había conocido hace media hora. No podía revolcarme con alguien tan rápido. Yo quería garchar, no podía pensar en otra cosa. Debía tener el agujerito relleno de carne en ese preciso instante. No iba a esperar más. Les avisamos a los demás que queríamos comprar algo, que ya volvíamos. No se preocupen.
Nos desviamos en búsqueda de esa veredita que nos ampare con su oscuridad, aprovechando que, siendo verano, aún no salía el sol. Nos apuramos. Eran las tres, todavía teníamos dos horas para resguardarnos de la luz. En la clandestinidad. Sus manos paseaban del norte al sur de mis pompis. Las mías recorrían cada punto cardinal de su bultazo. Eso acrecentaba exageradamente nuestra temperatura corpórea. La ropa comenzaba a pesar.
A la vez que acariciaba dulcemente mis partes traseras, también las golpeaba con toda su fuerza. Su palma quedaba impresa en la piel de mi culito. Nos pusimos de frente para chaparnos, para que nuestros pitos se froten como espadeando. La teníamos re dura. Chorreando mema a lo loco. Mojando nuestra ropita interior desaforadamente.
Nos metimos bajo el techo de un edificio. A la entrada misma. Me agaché. No le desabroché el pantalón sin mirarlo por un segundo. Cayó hasta sus rodillas. La hinchazón que se le formó hacía que se me hiciera agüita la boquita. Estaba como loquita. Sedienta de mema calentita. No esperé un minuto más. Se la sujeté con calzoncillo puesto. La tironeaba. Lo pajeaba. Gracias a eso, el placer se hizo presente en su rostro. Miraba al cielo, como haciendo una plegaria.
Ahora sí, el calzón también se fue. Tenía la pinchila al aire, tal y como la imaginaba: babeando. La introduzco en mi boca. La masco, la lamo, la huelo, la siento. Me la paso por la cara. Esto hizo que me deje un sendero lácteo. No me interesó. Al contrario, me motivó a seguir un rato largo enjabonándome con ella. Total, a Licha le gustaba muchísimo.
La cabeceada cósmica dio lugar a partir de este instante, una vez que me penetró la garganta con su verga. No era grande, era normal. Debía medir unos 17, pero era lo suficientemente gorda para volverme adicta a esa cabezona. Era venosa. Hervía con el tacto, con la fricción de mi cutis. Estaba envuelta en llamas.
Tocó el turno de sus deliciosos huevos. Eran gordos, largos, arrugados. Estaban prolijamente afeitados. Se nota que no era natural, pues tenía su pastito creciendo de a poquito. Me pinchaban la pera cada vez que le rozaba. No era desagradable, podía aguantármelos. Valía la pena la labor que estaba llevando a cabo. Estaba muy satisfecho.
Volví a las alturas, a quedarme en la punta de ese rascacielo de carne. Mi lengua, sin ascensor, se elevó hasta el último piso, la terraza. Allí me quedé, caminando en círculos por esa cornisa peligrosa. No había vértigo. No había nada malo. Solo el placer que me arrastraba a lo más perverso de nuestra mente maquiavélica, elucubrando cómo hacerlo vomitar.
Mis manos se prendieron como abrojo al grueso cuero que revestía ese miembro. Subían y bajaban para ayudarme en el trabajo. Se abrazaban dulcemente a cada costado de su hinchada pija. La hacían poner colorada, no de la timidez precisamente, sino, del calor que desprendían e irradiaban nuestros lujuriosos cuerpos. Sobre todo el de él.
Un último esfuerzo, amor. Un último empujón hacia el abismo más intenso que te tocó toparte. Así es, de un tirón, al tiempo que me digné a volver a sus huevos, su poronga impulsó un agresivo chorro de amor, que fue a dar justo a mi frente, a mi pelo, a mi ojo y a mi boca. Sí, porque, ni bien me puse una de sus bolas en la boca, me advirtió de lo que se venía. Me preparé justo.
Licha estaba largando sus juguitos ricos cuando, del interior del edificio, se escucha un portazo. Por supuesto, un vecino debía estropear el maravilloso momento. Alto ortiba cortamambos, pensamos. No sin antes apresurarnos en subirse su ropa y yo limpiarme la cara. Nos levantamos. Salimos corriendo, riéndonos. Creo que no nos vieron... ¡ESPERO!
Las risas se apagaron ni bien cruzamos la vereda y nos percatamos de que seguíamos solos. Me puso contra la pared. Me chapó. Volvieron las risas a la vez que me ayudaba a acicalarme el rostro. Más le valía, aún tenía hijitos suyos pegados. Parecía irrisorio, pero no, realmente había ocurrido. Nos dignamos a volver con los pibes.
En la misma plaza, medio que nos despegamos. Cada uno con su grupo. No queríamos levantar sospecha, aunque, para los míos era evidente con lo puto que era. Los suyos sabían que era pito duro, pero en joda. Hacía chistes de que le entraba a cualquier culo que lo calentara, pero nunca lo blanqueó, creo. Tal vez, no era necesario. Bien por él.
Yo seguía caliente. No nos olvidemos que no pude desagotar lo mío. Mi colita todavía pedía carne. Hacer petes es mi vicio, mas no es mi fin. Necesitaba verga, ¡y la necesitaba YA! Así que... mi estrategia era calentarlo nuevamente. ¿Cómo conseguir esto? Fácil, me ponía de espaldas a Lisa para exhibirme ante sus atrevidas pupilas.
Nos pusimos en ronda ambos grupos. Yo de espaldas a mi chico, de tal forma, que esté de frente a mi espalda. Suena redundante, lo sé, pero es la única manera. Me quiero hacer explicar clarito. Como ejemplo, me hacía la que me rascaba la parte alta de la pierna, para que se corra un poquito la pollerita, dejando al aire un cacho de nalga (al menos el pliegue). O, también, al agacharme totalmente. En esa jugada, me habrá visto hasta el apellido.
Tanto joder, poco después, nos sentamos juntos. Me cagó a pedos por lo puta que fui. Me porté muy mal. Sus amigos lo descansaron por eso, se dieron cuenta de que quería "bija". De que algo, minimamente, había ocurrido en ese intervalo que nos "perdimos". Si fuera por mí, no lo negaba, pero don Closet, así lo quiso.
Arrancó el ritual del amanecer en la Arenales. Los primeros rayos se imprimían en las fragmentadas nubes que vagaban por el cielo. Eso le dio un toque más poético, más romántico. Los pájaros que cantan a la mañana, daban sus iniciales notas. Lo mismo las chicharras. Las pestañas de varios pesaban. Claro, eran las cinco y pico, hora de marchar.
Los pibes provenían del punto opuesto al nuestro. Me mentalicé en que debía ser la despedida. Que me iba a quedar con las ganas de más leche. Error. Se quedó mirándonos hasta que se decidió acompañarnos. El siguiente dilema se presentaría al recordar que la ropita no era mía. Debía devolverla. Me quise morir al acordarme. Se lo tuve que contar.
Su respuesta era que no le importaba. Lo que le calentaba era mi cola, no lo que portaba. Endulzó mis orejas. Me embelesó más. Mi amiga me calmó, afirmando que no me preocupara, que me lo prestaba. Es más, al repensarlo bien varias veces, llegó a la conclusión de que era mejor regalármela. Después de todo, era solo una pollera y unas medias. No eran caras en aquellos años. ¡Ah, qué lindo no tener que preocuparme, señor!
Nos desviamos hacia el camino a mi casa. Quedamos solos, charlando (deleitándome con su voz ronca), riéndonos nuevamente, conociéndonos más, contando nuestras desventuras; las calientes y las no tan calientes también. Teníamos mucho en común, demasiado quizás. Más de lo que habríamos esperado.
Después de algunas cuadras, llegamos a una casa. Le dije que era la mía, porque no estaba segura aún de mostrársela a alguien que acababa de conocer. No le tenía esa confianza aún. Por lo que le hice creer que vivía ahí. Luego de darle un largo vistazo, me pone frente a él y me roba un beso. El más triste de todos, el de la despedida.
Ni bien se despegó de mis labios, se fue, dejándome al palo mal. ¡HIJO DE PUTA, lo odié! De las pocas veces que me habían dejado calenchu a mí. Hijo de puta, después de tirarle la goma y tragarme su esperma, no se dignó ni a lamerme el orto. Malo. Tuve que hacerme una paja para dormir tranquilo. Pensar en esa poronga dura brotando y tirándome la lechita. Qué bronca, pero qué noche más buena pasé. Encima, ropa nueva, ¡JA!
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