Conejita de Pascua.
Una conejita traviesa de largas orejas negras, una pollera cortita rosa, un moñito del mismo color que las orejas, un escote importante que exhibe bastante su prominente delantera, unas zapas blancas y una tanga diminuta y rosadita, va de casa en casa depositando huevos que saca de su canastita.
Para llevar a cabo esta acción, mi cuerpo debe inclinarse bastante, con lo cual, la insignificante pollera podría llegar a exponer la nacarada piel de mis posaderas. No solo para ejecutar lo anteriormente nombrado, sino, que, al caminar, también podría suceder.
El aroma de las flores, también eran objeto de mi distracción a la hora de realizar la tarea. Desgraciadamente, las más ricas se encontraban bien abajo. La cual, me obligaba a pegar una buena agachada que me hacía exhibir ante nadie (creo yo) mis notables pompas.
Por alguna razón, me siento espiada. Siento que no estoy solita en ese solitario lugar. A pesar de que era la hora de la siesta y que no habría ni un alma por ahí cerca, mi sensación era la de estar acompañada por alguien. Muy raro todo.
En fin, los leves, pero fuertes brinquitos que pegaba al andar, tampoco ayudaban mucho a mantener algo de piel a la imaginación. Es que la alegría de aquellas fechas, asaltaban todo mi ser y le daban esa necesidad imperiosa.
El revoltoso viento que se hace presente, logra levantar de manera descarada la prenda de vestir que intenta (sin éxito) tapar sus partes traseras, generando así, que ojos curiosos sean captados la atención de mi presencia.
Pensar que quería algo de privacidad, pero así no la consigo. No puedo andar de forma desapercibida por las casas del bosque, regalando mis huevitos si hay alguien observándome. Rechazaba el hecho de que se rompa la magia así.
En fin, se acabó lo que tenía. Debía llenar la cesta de nuevo, pero, ¿dónde? Si había luz por doquier, por donde quiera que mirara. No podría encontrar nada de intimidad en ese lugar tan alejado, pero... a su vez, tan expuesto a que me vea cualquiera.
Se me ocurrió buscar algún sitio oculto entre la frondosa maleza que invadía aquel campo y lo hallé justo entre un agujero formado por unos enormes yuyos que formaban como una especie de nido también. Todo muy casual, claro.
Corro las prendas que se interponían (sobre todo la tanga), me siento sin aplastar las nalgas casi de cuclillas, acomodo mi culito entre las hojas y aflojo todo mi interior para que se desprendan los huevos más ricos que alguien pueda comer.
Lo tenía tan abierto, que salen casi sin esfuerzo. Uno a uno van cayendo de mi agujerito negro. A algunos los ayudo con la mano. Otros, solo son empujados por mi tubería de carne hasta el final y estrellarse contra el verde césped.
Luego de diez intentos, a unos pocos metros, un hombre sostiene una rica zanahoria pelada. Lista para masticarse. Me le acerco, sin despegar las rodillas del suelo. Por alguna razón que desconozco, no me levanté o no me quise levantar. Tomé la zanahoria y le sonreí con toda la felicidad del mundo.
La empecé a comer de una manera que llamaba la atención del robusto hombre. No la masticaba, solo la lamía por los costados, a tal punto, que podía ver mis gordos labios engrosar a causa de las mordiditas tiernas que daba.
Se percató de lo mucho que me gustaba la zanahoria. Parecía ser muy evidente. Entonces, una vez que la terminé me propuso darme otra cosa que me va a gustar más. Pero, para ello, propuso que cierre los ojos y abra la boca. Sería una linda sorpresa.
Solo unos segundos tuve que esperar para que, al fin, el regalo tan inesperado llegara. Se trataba de una rica zanahoria de carne que le colgaba entre las piernas. Resulta que, de tanto espiarme por un buen rato, esa misma se le entusiasmó demasiado.
Su venosa verdura de unos varios centímetros, penetraba desesperadamente mi ocupada boca. Me ahogaba casi, podría decir. Pero no me importaba, porque se sentía bien excitante. Me encantaba cómo intentaba abruptamente adentrarse hasta el fondo.
Golpeaba con fuerza mi pera con sus gordos huevos, así de mucho era lo que me introducía bucalmente este muy hijo de puta. No me tenía nada de misericordia. Quería rellenarme como a un pavo, sin parar. Hasta las profundidades de mi ser.
Me hizo chuparle tanto tiempo la poronga, que, cuando al fin me la quitó, salió toda embadurnada en saliva y algo de pre cum por todos lados. No solo su muchachote, mi pera y mis labios también quedaron manchadas.
Cuando tomé aire, repetimos el ciclo. Me la introdujo hasta que no entre más y eso que era una chota enorme, como de diecinueve centímetros, pero, aún así, logró que metérmela casi en su totalidad. Sin arcadas casi.
Después de un rato, volvimos a sacar todo empapado en nuestros estimulantes fluidos. Era un enchastre peor que antes. Incluso mis tetas terminaron increíblemente empapadas de su amor.
Como si no fuera suficiente intentar sacarle la leche de frente, también me la ponía de costado, cosa de inflamar visiblemente mis cachetes (como si no los tuviera así de antes, ¡JA!). Pero bueno, era un excelente método de extraerle sus jugos.
Ahora, le tocó el turno a mis tetas, pajearlo con ellas muy fuerte. Se sentó en el suelo y se dejó llevar por las maravillosas sensaciones que le provocaba la turca que le propinaría, cosa que le encantaba. Era un enloquecido fanático de eso.
Mientras mis senos bajaban y subían a lo largo de ese pedazo gigante, el hombrecito no paraba de gemir. Estaba pasándola súper joya, entregadísimo al placer que le aplicaban. No mentía, porque, claramente, tenía la pija que no aguantaba más. Se le podía ver en los ojos además.
Escupidas descendían de mis labios directo a su glande y que choque en las paredes de mi tórax. La misma que podría darle una mejor estimulación a mi chongo de turno, para darle más satisfacción. Sonrisa de oreja a oreja.
Ruidos muy sensuales provenían de nuestras partes que se friccionaban en ese preciso instante. Eso le daban más ganas de vomitar a su amigo de allá abajo. Sobre todo, cuando le gemía como la más putas de todas inconscientemente.
Aprovechando que estaba sentado en el pasto, de espaldas le arrimé el culito para que me lo destroce un rato. Meneaba la cadera en un son afrodisíaco, en un compás sensual que le podría causar una electricidad abrumadora en sus partes más bajas.
Devoradora se puso mi golosa colita cuando me fui bien para atrás. Se lo tragó bastante en un solo instante, y, aunque dolió, valió la pena cada milímetro que desapareció ese gigantesco falo negro entre mis nalgas.
El muy hijo de puta, cogedor feroz, me sostuvo de las piernas para que mi orto se atragante más, se la lleve hasta el fondo o hasta donde más pueda y, en un leve balanceo, el resultado sexual sea mucho más propicio.
Dibujaba círculos con mis caderas, mientras mi ojete era penetrado por ese vergón. Lo peor de todo, es que no me la sacaba de adentro, así que... aprovechaba para exprimirle el amigo a más no poder. Para poder vaciarle los huevos.
Movimientos pélvicos propiciaban un mejor polvo. Lo movía para cualquier lado que pueda correrle el cuerito aunque sea un poquito. No me importaba, con tal de poder estrujarle la chota. Todo era válido en ese juego perverso.
Ahora, la cosa cambió. Me puso frente a él para no solo poder culearme mejor, sino que, además, para tragarse mis sabrosas tetas (según él) con garche mediante. Sí, la pose era impresionante, pues me entraba entera con mucha más facilidad.
En un momento, me mantiene con los cachetes bien abiertos y en lo alto por un rato largo, mientras me pega una salvaje sacudida anal, la cual, me pone a gritar como una puta embravecida. Era como un terremoto que me pone a temblar enterita.
Pide que me ponga en cuatro patitas. Claro que obedezco. Me levanto, me pongo en su pose, él detrás y me coge de lo lindo. Su pene entraba y salía tanto, que, cada tanto, ponía mi orto a arder. Me hacía doler el muy malvado. Pobrecita de mí.
No podían faltar sus nalgadas, obvio. Cada tanto, endurecía la mano para estrellarla contra mi gordo culo. Dejaba un tatuaje momentáneo. Uno bien caserito que se podría borrar con el tiempo de mi piel, pero no de mis recuerdos.
Inclina un poco su cuerpo sobre mí, solo para tocarme las gomas lujuriosamente, a la par que no para de clavarme su miembro. Esto, lo sacaba un poco más. Le generaba una calentura en extremo, pero, por desgracia, la pose era medio incómoda para él.
A pesar de encantarme la mandanga que me estaba dando, me empezaba a dar sed de la lechita calentita, la que me da de beber del biberón de carne. Pero debía esperar y disfrutar del rico momento que estaba gozando.
Lo más rico era cuando paraba de cogerme solo para besar mi espalda. Se sentía sexy, a la vez bastante tierno. Me brindaba de esa mezcla exquisita de ser salvaje pero también mimoso. Tanto así, que no quería que se termine nunca este polvo.
Para mi mala suerte, todo debe concluir. Me la saca del culo, urgentemente, para acercarla a mis labios. Lo que es una clara señal de que debía agarrarle la matraca para sacudirla con fuerza y sustraerle todo su delicioso néctar del pico.
Eso hice, le agarré la pija y se la empecé a agitar con tanta potencia, que los chorros le brotaron con banda de violencia. Primero a mi ojo izquierdo. Otro, cerca de la nariz, la boca. El último, cerca de la pera y los senos. Qué felicidad, al fin tengo mi merecido trago de leche de hoy.

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