Los ortochorros.

 Barrio de Flores. Siete de la tarde. Volvía a mi casa. No era de laburar, probablemente, me había ido a lo de alguien. No lo recuerdo bien. Otra vez con mi precioso morralcito hippie. Nadie me lo iba a sacar. Bueno, al menos sí, lo iban a intentar. Eso sí. Pero jamás lo lograrían. Por lo menos no hasta el día en que escribo esto.

 Me meto en una calle solitaria (grave error), solamente porque estaba cansada y quería tomarme el bondi. Sino, habría seguido por la avenida, donde aún transitaba mucha gente. Pero bueh... la maldita vejez. Ya no tengo mis putos veinte años, ¿quién me los robó, maldita sea? Los quiero devuelta.

 En eso que llego a la parada, me siento a esperarlo. Pasa un rato, no pasa nadie. Me paro a ver si lo veía venir, al menos. Nada. Me quedo un rato cerca del cordón, colgado. Mirando un charco que cruza la vereda. Alto boludo. Segundo gran error. Debía mantenerme atento a los que van y vienen, mas me tilde. Alto gil.

 En eso, siento un motor acercándose. Era una moto. Obviamente, logré identificarlo, pero sigo pensando en la nada misma. En Babia. Me agacho a atarme las zapas. Por ello, mi carterita hippie se desplaza hacia mi cara, casi, y eso, provoca que una mano no logre alcanzarla. En lugar de eso, me manotea todo el ojete. Sarpadamente.

 Como tenía una pollera ligeramente corta, los dedos logran inmiscuirse entre mis cachetes, tocando mi upite con total descaro, sin desatinarle ni a un rinconcito. Decí que (para suerte de nadie) tenía puesta una bombacha. Que si no, me la colaban toda. Con moto y todo. Sin tapujos, ni reparos.

 El movimiento fue una mera réplica a pasar una tarjeta por la ranura. Con amplísimas diferencias, claro: ninguna de esas cosas, la gozaría tanto como yo. Sumémosle que no fue de arriba a abajo, no. Sino, fue, más bien, como cuando querías sacar moneditas de las cabinas de teléfono público. Algo así.

 Al saberse frustrado su atraco, unos metros más adelante, los maleantes frenan. Se bajan y quieren como apurarme para sacarme todo. Al ver que era un pobre femboy, un palo con tetas y orto, que no valía ni dos pesos y pesaba menos que un papel mojado, se sintieron en una ventaja abismal. Lo cual, no estaban tan errados.

 Por su parte, los villanos estos, eran dos placares con patas. Dos gorilas morochos enormes al lado mío. Tanto de ancho, como de largo, podían ganarme con total facilidad, sin tener que dar tanta batalla. Por lo tanto, no me quedaba otra que acceder a lo que me propongan ellos. Estaba a su total merced.

 Los malhechores me propusieron un trato: si les daba todo sin chistar, no me pasaría nada. Se marcharían sin hacerme daño. Yo acepté, pero les advertí que no tenía nada de valor para ellos. Todo era valorable para mí nada más. Puro precio sentimental. No sacarían ni dos pesos de ahí, ni aunque pusieran dinero suyo encima.

 Ellos estaban empecinados en quererme desvalijar. Agarraron mi morral, lo vaciaron, buscaron sin cesar por cada rincón y, efectivamente, no hallaron nada interesante para adueñarse. Es que mientras más revisaban, más se indignaban. Querían a toda costa, sacarme algún provecho.

 Al ver la iniciativa de quererse dirigir a la moto, les grito: "¿pero cómo, no me piensan revisar a mí? Miren si tengo mucho oro acá". Los muchachos, muy poco profesionales en la materia, se percataron de que podría tener razón. Aunque también adivinaron mis intenciones. No, no era la de coger, yo tenía un gas pimienta por ahí.

 Me ponen contra la pared, con las piernas separadas. Me palpan de a uno. Primero, el menos ancho que recorre con sus manos gigantes, lo que serían mis tetas (que, según él me dijo y para él, eran enormes), pasando por mis caderas hasta llegar a mis patas, dentro de las medias.

 El segundo rufián fue más exhaustivo, más detallista. Mientras me sostenía de los brazos, el primer revisador, este quiso investigar más a fondo. Por ejemplo, cuando estaba en el sector de mis pechos, los sacó de mi vestido. Las inspeccionó toqueteándolas, con una impunidad inusitada, jamás visto antes.

 A la par que esto ocurría, el malviviente que me sujetaba de atrás, me apoyaba toda la nutria. Me la frotaba con el movimiento que hacía. Me respiraba encima del cuello. Según él, era para dificultar mi escape. De todos modos, a pesar del momento de mierda que me hacían pasar, yo no quería irme tampoco.

 Llegó el momento que me revisara la cola. Me obligaron a darme vuelta, para que, el otro hijo de puta, me revisara con más comodidad. Me subió la falda (la puso sobre mi espalda), me bajó la tanguita azul hermosa que tenía hasta las rodillas y se metió en las profundidades de mis partes más privadas.

 Para asegurarse de que no estén bien profundo los susodichos objetos, se ayudó con los dedos. Con su juguetona lengua también, todo por si las dudas, ¿no? Y así se adentró a mis profundidades, haciéndome gemir, aunque quise evitar esos ruidos. No quería que sepan lo rico que la estaba pasando.

 Ambos señores, se calentaron mal. Tenían el paquetote apretado completamente contra sus pantalones, así que... empezaron a apurar el trámite para poder cogerme como quisieran. No voy a mentir, yo también estaba caliente. Necesitaba esos pingos introduciéndose en mi ano, pero los quería YA MISMO.

 Uno (el que me la apoyó toda) se sentó en el umbral de una puerta que había ahí. Me hicieron poner en cuatro patitas. Este mismo quería tantearme las gomas con más comodidad. Es que había quedado encantado con ellas. Quería poder acariciarlas un rato antes que empiece el aluvión de sexo.

 Peló la verga sin pensarlo dos veces. Se la masajeó un toque hasta que se le ponga totalmente tiesa y me agarró de la nuca para luego atragantarme con ella. Cuando, al fin, la saqué de mi boca después de tres gargantas profundas, vi lo babeado que se la dejé. Quedó alusinado con eso.

 Me la llevé de nuevo sin piedad hasta el fondo. La mantuve un buen rato. Mientras estaba allí, le pasé la lengua por los dos huevos. Al no aguantar más, volví a elevarme a lo largo de ese tronco y un hilo de baba me unía a su linda pija. Para descansar un rato, lo pajeaba bien rico cerquita de mi carita de puta.

 Nunca escuché tantos "mmmhhh..." juntos mientras hago un pete. Se ve que la estaba pasando un mil sobre diez, le estaba haciendo ver las estrellas al loco (o eso deseaba creer). Es que esos quejiditos, que eran música para mis oídos, me daban la pauta de cómo podría estarlo pasando el chongazo que me encontré.

 Le escupo la pija para apretársela contra mis gordos senos. Le hago otra rica paja, pero ahora con ellos. Eso queríamos desde un comienzo: una verga gorda, bien erguida como cuello de avestruz, no tan grande (como de unos 17 cms) y negra metida entre ellas dos. Subiendo o bajando a lo largo de mi pecho.

 Me concentré tanto en el pete, que me olvidé que tenía al otro detrás chupándome el orto. No paró nunca de hacérmelo, solo dejó para morderlo con unas ganas tremendas, hasta plasmarme marquitas de sus colmillos afilados. Estaba insaciable de mi culo, no lo puedo negar, lo quería comer a como dé lugar.

 Al fin se dignó a hacerme el ojete. Por fin arranca lo bueno. Se pone de rodillas a surtirme el culo. Sí, se puso rico del comienzo. Mi ladronzuelo se escupe la verga y la va metiendo de a poquito. Me hace gemir como una puta. Encima la tiene dos centímetros más larga, qué hijo de puta. Me encanta.

 Ni bien me la logró enchufar un par de veces, aceleró el ritmo para culearme sin parar. De tal forma, que gemía con la pija del otro en la boca. Casi que no podía pronunciar ni una palabra. Es que la tenía muy ocupada. Hasta que lograba soltarla y, entre el ahogamiento bucal y el anal, el resultado era como si me hubiese faltado el aire mientras nadaba. Madre mía.

 Ahora sí, mi ojete se abría con cada bombeada que me metía este señor. Cuando se chocaba piel con piel, pelvis con nalgas, producía un excitante estruendo, un sonido vibrante para todos (porque sí, a mi otro chongo también lo calentaba). Estábamos en la misma sintonía, te podría decir, mi querido lector.

 Cambio, referí. Ahora, el que me cogía la colita, quería probar de mis golosos labios y el que me daba chupete, deseaba mi culito de calce profundo. ¿Cómo sucedió esto? Fácil, me puse encima del que me daba mamadera, de espaldas a él, y el que me daba masa por detrás tras tras, se paró para que se la chupe.

 Una vez que nos pusimos de acuerdo, las cosas se dieron naturalmente. Mi culito llevaba a lo más hondo a esa pija negra y gorda de 17 centímetros, con cada sentón. Con cada culazo, su amiguito, quedaba con el cabezón para afuera, mojadito, durísimo, dispuesto a escupirme cada reserva de semen que tenga guardado.

 En cuanto al otro, el oral iba fenomenal, ya que no paraba de disfrutarlo. Me recordaba la cantidad de tiempo que hacía que no le hacían tan rico pete. Claro, como me la tragaba toda, hasta que me den arcadas, era obvio que la iba a pasar así. Como soy una traga pija asquerosa que le encanta cabecear, estaba cantado que lo iba a calentar mal.

 Mi colectivo llegó y siguió de largo. Sin tregua. Como no había ni un semáforo de mierda que lo detenga, ni se rescató de nada. Al percatarnos de ello y por miedo a que nos descubran, nos corrimos más, para donde había más sombra que nos ocultase correctamente. Casi a la esquina nos fuimos, ya que había un árbol frondoso allí.

 Al ver que cooperaba una banda, me prometieron que esto no duraría demasiado. Que era solo un polvo y se irían. Obviamente, por mi cabeza rogaba que nunca me dejen, que me echen más, pues me estaban dando bomba tal y como a mí me encanta. Estábamos extasiados de placer los tres.

 Ahora, el que se sentaba en el otro umbral, era el más pijudo. Me agarró del cogote para que le devore, sin piedad, toda la chota. Se la saboreé completamente. Hasta los huevos quise comerle. Lo hice, a la vez que le hacía la paja. Le encantaba, se ve. Él mismo se delataba. A tal punto que, más pronto que tarde, me derramó toda su miel en la cara y las tetas.

 Claro está que nunca dejé de rebotar sobre los huevos del más morochón. Necesitaba extraerle el jugo a él también, ¿y qué mejor forma que dándole sus buenos ortazos a esa poronga oscura? Eso hice, brinqué sin parar encima de este guacho, una y otra vez. Una y otra vez. Como si de una cama elástica se tratase.

 Al ver que el otro ya acabó, me puso de pie, contra la pared, me abrió el culo y me siguió dando sus buenos vergazos. Estaba como loco. Hasta sentía sus huevos rebotando en mi orto. Me tiraba del pelo, le dio una buena paliza a mi trasero, me lo dejó como un mandril. Tampoco me soltó del cuello. El más sátiro era.

 Yo, hacía puntita de pie. Él, se agachaba un toque. Todo para que quedemos más o menos a la misma altura, el uno del otro. Para que penetre mejor, con más comodidad esa vergota cabezona que me abría el ojete de manera deliciosamente furiosa, con cada entrada que me hacía. Quería más, pero todo debe concluir.

 En fin, este viaje hermoso se estaba cerrando, a diferencia del agujero de mi culo que se abría cada vez más... y quería que siguiese así. Si fuera por mí, que no pare nunca. Otra hora más, al menos dándome murra contra esa pared. Pero se ve que mi hoyito, le dio la suficiente locura como para tener que culminar.

 "Estoy por acabar", me susurraba, "¿dónde la querés, putito?", como un enfermo chupapijas, le contesto "en mi boquita". Así de putito soy. Así que, me hace sentar en el umbral donde estaba sentado el otro, abro la boca, mete su morcilla extra gorda, me agarra de la cabeza y no para de metérmela toda en la trompita.

 Maldita golosa que soy, solo la abrí para recibir de su deliciosa vergota. Él se movía bien rico para metérmela hasta el final, que sus cortitos pendejos queden pegados a mi nariz y que sus huevos golpearan contra mi pera. Me atragantaba, pero... ¿qué más da? Quería que me la entierre toda.

 Nunca dejé de mirarlo a los ojos, mientras veía cómo su pupo se alejaba y se acercaba a mí. Me ahogaba, pero debía respirar por la nariz, tranquila. Es más, el otro nos habló y, para mirarlo, corrí la cabeza. La verga de este gil, me daba en la mejilla, la traspasaba. Por hacer ese movimiento, se salió de mi boca. Me cagó a pedos. Malo.

 Me exigió que no me mueva, que siguiéramos así, que aguante un cacho así. Ya acababa. Por mí, que no se detenga jamás. Que me siga dando morcilla toda la noche. Qué delicia. Continúo masajeándole el glande con los labios. Lo vuelvo loco y sí, finalmente, llegó el más desgraciado de los momentos.

 La saca, se pajea un toque hasta que se esparce por debajo de mi ojo, mi cachete, mi comisura, mis labios y mi pera. Toda su mema dispersa por cada rincón de mi rostro. También mis tetas. Me las limpio de un lengüetazo bien sucio, mirándolos como una putita de mierda a ambos. Con una sonrisa traviesa trazada en mí.

 Qué linda obra de arte me dejaron plasmada con su guasca, estos dos muchachos. Uno, se subía los pantalones rápidamente. El otro, ya estaba en la moto, esperando para irse. Ansioso. Quizás por si aparecía la poli, y terminaban presos solo por hacer chanchadas en la vía pública nomás. Alto vergazo ese.

 En tanto yo, me acomodé mi vestidito precioso, mientras los veía alejarse subidos a esa moto pedorra. Hacían un quilombo mal cuando la intentaron prender. Un poco más y despiertan a todo el barrio. Tomaron la calle por la que venían dispuestos a seguir. Adiós, mis queridos, ¿nos veremos en otra ocasión? No lo sé.

 Cuando quieran, amiguitos míos, pueden robarme de nuevo. Aunque, eran tan malos en eso, que, lo único que me lograron sacar, fue la bombacha. Pasa que me la pidió mi negro y yo accedí, y eso que era una de mis favoritas, de las del estilo brasileño, azul. La quería mucho. Me sentía muy sexy en ella. Pero se la di igual, para que me recuerde, mi motochorro favorito.

 


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